Desigualdad en Chile: El 10% más rico gana 26 veces más que el 10% más pobre

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Gonzalo Valenzuela
Magíster © Gerencia y Políticas Públicas.
Integrante del Partido Progresista
Entender, vivir o siquiera percibir la desigualdad nos emplaza en corresponsables de una construcción social que debe ser cambiada por el derecho de vivir en paz y en dignidad, tanto por las futuras generaciones como por quienes hoy viven y vivirán de sus jubilaciones.

Reconociendo su carácter multidimensional es posible situar la desigualdad en tres áreas limitantes para enfocar una humilde reflexión en torno a la misma: nivel de ingresos en los chilenos, sistema educacional y nuestra participación como miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).

Una de las primeras preguntas a desarrollar consiste sustancialmente en ¿qué entendemos por desigualdad? Ésta puede ser explicada desde la lógica materialista, como el fenómeno social que afecta directamente la cohesión, el bien común y la calidad de vida en una población, estableciendo brechas inconmensurables entre vidas más confortables y vidas más desfavorables. Se atribuye principalmente este fenómeno a la distribución de los ingresos, en un contexto donde el motor de la riqueza de una nación proviene principalmente de sus trabajadores. Entendido esto, se puede generar lineamientos para medir qué tan desigual podemos estar comportándonos como sociedad. Universalmente existen varios métodos (como el índice de Atkinson o la curva de Lorenz) con los cuales podemos realizar ésta cuantificación, siendo quizás el más aplicable el coeficiente de Gini, quien accede a graficar la distribución de las riquezas en relación con la equidad social, situando numéricamente de 0 a 1 la relación de menor o mayor desigualdad. En éste caso, es atribuible un país con Coeficiente Gini 0 quien tiene perfecta igualdad y a los países más acercados a 1 representan elevados índices de desigualdad, lo que arrastra en definitiva múltiples malestares sociales a raíz de profundos sucesos negativos a la hora de mejorar las condiciones de vida.

A finales de noviembre 2015, la OCDE presentó el Estudio económico de la OCDE Chile 2015 incluyendo su último informe sobre distribución del ingreso, donde nuestro país lidera el ranking de los más desiguales con un índice de Gini de 0,503 entre el periodo 2006 al 2011, compartiendo los últimos puestos con Turquía y México. En la otra vereda encontramos a Finlandia, Dinamarca y Noruega, quienes presentan un índice de Gini de 0,261, siendo los países con menor desigualdad dentro de la OCDE. Dentro del estudio, se señala que el crecimiento económico en Chile debe ser más inclusivo, hoy el 10% más rico gana 26,5 más que el 10% más pobre superando en más de un 100% el promedio de los países en la organización internacional.

Es preciso señalar que pobreza y desigualad no significan lo mismo, si bien, Chile en éstos últimos 25 años ha reducido sus niveles de pobreza (aunque se vuelve menester señalar que existen grandes desafíos en políticas públicas para superar la pobreza y extrema pobreza en Chile, teniendo presente la actualización de las metodologías con que ésta es medida y la necesidad de la misma por recalcular la línea de la pobreza), se observa con gran preocupación como la brecha entre quienes tienen más aumenta ostensiblemente a un grupo minoritario de la población chilena.

A partir de enero 2016, también comenzó a regir el reajuste a la remuneración del ingreso mínimo para los trabajadores el cual subió de $241.000 a $250.000 bruto (esto quiere decir que si le descontamos las imposiciones legales se obtiene un ingreso líquido aproximado sobre los $199.000). Éste reajuste contó con el acuerdo de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) y el gobierno, así como fue aprobado por unanimidad en el Senado. Y aquí es dable poder realizar la siguiente pregunta: ¿Cuando una desigualdad podría ser socialmente tolerable? si es que ya no lo es. En este sentido, respecto a la desigualdad de ingresos es oportuno señalar que los hombres ganan más que las mujeres desempeñando la misma función o cargo; los parlamentarios de la cámara de diputados ganan sobre 40 veces un sueldo mínimo mientras que los senadores ganan sobre las 80 veces. Y el 1% más rico de Chile paga lo mismo en Impuesto al Valor Agregado (IVA) que el 20% más pobre, al momento de comprar un kilo de pan.

La desigualdad también se encuentra presente en el actual sistema de educación chileno. Lo que debiese ser un derecho garantizado por el Estado, por un lado, se encuentra predeterminado por la lógica del mercado (educación de enseñanza básica y media particular pagada y una buena parte de la subvencionada; así como toda la rama crediticia frente al acceso a la educación técnica profesional y superior), mientras que por otro lado se observa un debilitamiento de la educación pública, tanto en el ámbito de enseñanza básica y media, como en las instituciones de educación superior pertenecientes al Estado, sobre todo, las que tienen carácter focalizado en lo regional. Es más, constitucionalmente el Estado no garantiza directamente el derecho a la educación. En el artículo 19° sobre las garantías constitucionales, número 10 inciso 2, establece que “Los padres tienen el derecho preferente y el deber de educar a sus hijos. Corresponderá al Estado otorgar especial protección al ejercicio de este derecho”. Con ello, el Estado se desentiende constitucionalmente de todos los niños que por distintas razones socioeconómicas no puedan estar estudiando en la actualidad y vivan en situación de calle, sin desmerecer el rol y potenciamiento del mismo que debemos propender otorgar al Sename.

Actualmente existen mecanismos de medición que buscan acercarse a conocer la calidad educacional en el ámbito escolar y medio. El sistema de medición de la calidad en la educación (SIMCE) fue creado en 1988 como un sistema de evaluación e información respecto del aprendizaje de los estudiantes, sin embargo, más allá de la información relevante que pueda proporcionar este mecanismo, actualmente sus resultados sólo contribuyen a la competitividad entre estudiantes de la esfera municipal, subvencionada y/o particulares pagados, donde en muchos casos todo se predetermina a la condición socioeconómica de sus padres. Aquí encontramos otro factor de desigualdad, debido a la segregación por poder adquisitivo y de requisitos de precio determinados por los establecimientos educacionales.

Hace un par de días volvimos a evidenciar que en Chile existe una gran brecha de desigualdad y que se refleja en los promedios obtenidos en la prueba de selección universitaria (PSU) frente al acceso a la educación superior. Los datos proporcionados por un académico de la Universidad de Santiago de Chile evidenciaron que el 71% de los estudiantes provenientes de la educación municipal no alcanzaron los 500 puntos hacia las postulaciones 2016. De acuerdo a la información entregada por el CRUCh la diferencia en el promedio nacional PSU de un colegio particular respecto a los establecimientos municipales llegó a los 138 puntos, donde la educación privada obtuvo un promedio nacional de 606 puntos, mientras que los municipales promediaron los 468.

El presente análisis sobre la desigualdad en Chile contextualizado tanto en el nivel de ingresos, la posición del país frente a sus pares OCDE y la estructural brecha desigual del sistema educacional, debe hacernos pensar en la importancia de un urgente cambio de reglas. Un cambio que permita superar las condiciones adversas que millones de chilenos sufren día a día en contextos desfavorables como por ejemplo no poder brindarle una educación como derecho gratuito y de calidad asegurada a través del sistema público.

La educación es una herramienta vital para el desarrollo de la sociedad chilena. Con ella los ciudadanos pueden organizarse con más equidad instaurando un país con mayores principios de comunidad nacional, donde el más sano ayude al más enfermo, el más joven al más longevo, reestableciendo el valor por el prójimo, por la solidaridad encausada no sólo al vivir mejor sino al vivir mejor juntos. Nuestro país necesita crecimiento económico, pero este debe avanzar hacia el desarrollo económico. Se llega al desarrollo cuando el crecimiento se traduce en beneficio hacia la sociedad mediante una justa distribución de las riquezas.

Por último, desde la incorporación de Chile a la OCDE en enero del 2010 el país ha debido enmarcarse en la misión del organismo internacional, considerando alcanzar una economía más justa, fuerte y limpia. Un reto que debe ser constante, honesto a la ciudadanía y con cambios esenciales que permita hacer de Chile un país desarrollado. A lo anterior, es fundamental se consolide las óptimas condiciones para desplegar un proceso de Asamblea Constituyente que permita al país tener una nueva Constitución. Recordemos que nos caracterizamos por ser el único país democrático en el mundo que vive bajo las reglas de una Constitución vigente proveniente un régimen no democrático.

Fuente: El Mostrador

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