La crisis de la monarquía electiva ya no sirve para fomentar la inversión económica

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Los progresistas hemos sostenido que la monarquía presidencial electiva es un obstáculo para superar nuestra crisis de crecimiento y desarrollo. Los regímenes hiperpresidencialistas, como el nuestro, han sido incapaces de solucionar las crisis de representación, confianza y credibilidad.

 

En el régimen político no existe un primer ministro que pueda servir como fusible para superar crisis políticas. Tampoco es posible la disolución del Parlamento para anticipar elecciones, como ocurre en muchos sistemas parlamentarios; basta que la institución presidencial caiga en el desprestigio para que el país completo corra el riesgo de derrumbe. Un cambio de gabinete ministerial, como el que se produjo recién, constituye un alivio pasajero o una buena forma de ganar tiempo ante una crisis de representación y credibilidad cuya salida aún no se visualiza.

Los dos últimos presidentes han iniciado sus periodos con una aprobación en torno al 50%. Pero menos de un año después han bajado a menos del 30%. Los problemas que enfrentaron los presidentes Sebastián Piñera y Michelle Bachelet han sido distintos, pero su descenso en aprobación ha sido similar. Esto refleja un problema sistémico, no una cuestión coyuntural.

El desafío de la legitimidad adquiere mayor dramatismo dado que nos rige una Constitución ilegítima en su origen, con mecanismos antimayoritarios que la hacen demasiado rígida. Si nuestra Constitución fuera un avión con un piloto en crisis, no habría forma de salvar a los pasajeros por la rigidez del sistema.

Las tres constituciones que hemos tenido en Chile -1833, 1925 y 1980- han excluido a la gente de la definición de sus propias reglas de convivencia. Ahora que estamos en el mejor momento de nuestro desarrollo, enfrentando desafíos complejos (pero también adentrándonos a un nivel de desarrollo sin precedentes en nuestro país) podemos construir una Constitución cuyas reglas y lineamientos sean definidos por la propia gente, con su sabiduría, moderación, pero también con deseos de vivir en un país justo y de iguales oportunidades para emprender y vivir mejor.

El régimen monárquico presidencial difícilmente puede dar garantía jurídica a la inversión privada ahora que Chile entra a un nivel de desarrollo superior. Al concentrar el poder en una sola persona, el sistema actual pone en peligro la estabilidad y permanencia del régimen político, y, en consecuencia, la del modelo de desarrollo económico a largo plazo. Para poder consolidarnos como un país desarrollado no solo necesitamos reducir nuestros altos niveles de desigualdad, impropios de las democracias con las que nos queremos comparar. También necesitamos un sistema político acorde a los que existen en esas democracias. Nuestro presidencialismo excesivo es más propio de los países subdesarrollados que de las democracias consolidadas de la OCDE.

De los últimos escándalos que han conmovido a la opinión pública -Penta, SQM y Caval-, el último ha tenido un enorme impacto nacional al tocar directo al corazón de la monarquía electiva, minando la confianza que la ciudadanía había depositado en Bachelet, quien, a pesar de ser una persona honesta, ha debido enfrentar el difícil desafío de saber que la gente no cree que ella ha dicho toda la verdad sobre cuánto sabía.

A diferencia de algunas personas de mentalidad conservadora, estoy convencido de que el cambio de régimen desde la monarquía presidencial a un sistema semipresidencial constituye un paso fundamental para entrar con propiedad al selecto club de las naciones desarrolladas, donde el sistema capitalista es la base para una sociedad con menos desigualdad y con oportunidades para todos.

Los chilenos no hemos tenido nunca la oportunidad de redactar nuestra propia Constitución. Este es el momento propicio para hacerlo. El que la ciudadanía discuta las normas que han de regirla, en vez de dificultar la seguridad jurídica o amenazar la propiedad privada, se convertirá en el mejor seguro y una garantía incuestionable para atraer capital de inversión y para desatar esa energía creadora de riqueza que ofrece el mercado, transparente y regulado, y que nuestro país necesita para dar ese salto que nos separa de los países desarrollados, donde las oportunidades se distribuyen equitativamente y donde conviven personas que piensan distinto, pero que comparten principios y valores democráticos de respeto a la propiedad privada y justicia social.

Fuente: El Mercurio

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